El proyecto de la burguesí­a francesa para España

La invasión napoleónica

Para incorporar a España como una colonia del imperio francés, Napoleón proyecta la anexión y fragmentación de España. Persiguiendo desde un principio la incorporación como meros departamentos franceses del territorio español al norte del Ebro, dinamitando el resto en tres virreinatos ocupados por monarcas tí­teres.

Durante todo el XVIII, España constituye un virreinato francés de facto, donde los embajadores, emisarios o colaboradores galos hacen y deshacen a su antojo. Este hecho hará desaparecer durante esta centuria las tensiones fragmentadoras. Cuando París necesitó cuestionar la unidad española –aún cuando, como durante el periodo de los Austrias, los diferentes territorios disfrutarán de una amplísima autonomía-, las turbulencias secesionistas hicieron su aparición. Por el contrario, cuando España permaneció férreamente alineada bajo dominio galo, el fantasma de la disgregación despareció, aún cuando el centralismo borbónico, suprimiendo los fueros y libertades locales, diera motivos para ello. «Desde 1807, Napoleón tiene diseñada una España menguante –incorporando a Francia a Cataluña, Euskadi, Navarra, La Rioja, la mitad de Aragón y de Cantabria, y fraccionando el resto en tres virreinatos militares»

El anunciado final de la dinastía de los Habsburgo en la débil figura de Carlos II agudiza la disputa entre las grandes potencias por repartirse España.

El equilibrio europeo exigía, principalmente para los intereses ingleses, que ni Francia ni Austria acaparasen el total de la herencia española.

Inglaterra y Francia pactan en 1698 un Tratado de Partición de las posesiones españolas, sin ninguna intervención de Madrid, que adjudicaba a José Fernando de Baviera los reinos peninsulares (exceptuando Guipúzcoa), Cerdeña, los Países Bajos españoles y las colonias americanas. Francia se quedaría con Guipúzcoa, Nápoles y Sicilia, y Austria con el Milanesado.

Es la prueba palmaria, no sólo de que los destinos de España se deciden exclusivamente en Londres, París o Viena, sino que la misma unidad nacional se ha convertido en moneda de cambio en manos de las grandes potencias.

La muerte de José Fernando y las ambiciones francesas de dominio sobre España fuerzan a Carlos II, a través de las maniobras del partido pro francés en la Corte, a un cambio de testamento –violando el Tratado de Partición- que entrega la Corona española al nieto de Luis XIV, el futuro Felipe V, a pesar de que legalmente no tiene derecho alguno de sucesión.

Con la guerra de sucesión, España se convierte en terreno de disputa militar entre las principales potencias. París actuará a través del control del Estado central, e Inglaterra se apoyará en el fomento del arraigado apego de los territorios de la Corona de Aragón a sus privilegios y libertades locales. La contienda acabará con la pérdida de todas las posesiones europeas, la adquisición inglesa de los enclaves de Gibraltar y Menorca, y la práctica satelización española por Francia.

Felipe V –educado para no reinar y depender de una voluntad ajena- es un muñeco en manos de embajadores franceses como Amelot, ministros galos como Jean Orry y los numerosos miembros del partido francés en la Corte. Los Pactos de Familia certificarán el sometimiento español a las directrices emanadas desde París.

En estas condiciones –asegurado el dominio sobre España por el control absoluto del Estado-, París desiste de azuzar las tensiones separatistas. Y efectivamente, a pesar de que las condiciones internas eran propicias –implantación de un centralismo borbónico a ultranza, abolición por el decreto de Nueva Planta de los fueros y libertades locales-, la inexistencia de un impulso exterior hace desaparecer durante esta centuria cualquier episodio secesionista.

Dentro del proyecto de expansión napoleónica, el dominio sobre la península, sometida a cualquier precio a un férreo vasallaje, constituye un elemento esencial e irrenunciable.

Apoyándose en la camarilla godoyista, Napoleón primero somete al decrépito Estado borbónico a una estricta dependencia, transformándose España en un peón de los planes franceses, para luego preparar y ejecutar la invasión y ocupación del territorio peninsular.

Para incorporar a España como una colonia del imperio francés, Napoleón proyecta la anexión y fragmentación de España. Persiguiendo desde un principio la incorporación como meros departamentos franceses del territorio español al norte del Ebro, dinamitando el resto en tres virreinatos ocupados por monarcas títeres.

Fruto de esta política, y como ejemplo a trasladar al resto de España, París consumará, en 1812, la anexión en los hechos de Cataluña, sólo deshecha con la expulsión de las tropas napoleónicas.

Mientras el pueblo español, de forma especialmente combativa en Cataluña se levanta contra el invasor francés, Napoleón empuña la fragmentación como medio para eternizar el dominio galo.

El mismo Napoleón define con tajante claridad la voluntad francesa para España: “En esta situación… decidí aprovechar la ocasión única para librarme de esta rama de los Borbones, proseguir con mi propia dinastía el sistema de familia de Luis XIV y unir España a lo destinos de Francia (…) Es preciso que España sea francesa; para Francia he conquistado España, con su sangre, con sus brazos, con su oro. (…) He destronado a los Borbones sólo porque conviene a Francia y asegura mi dinastía. (…)Míos son los derechos de conquista; no importan las reformas, no importa el titulo de quien gobierne: rey de España, virrey, gobernador general, España debe ser francesa”.

Ya en julio de 1807, Napoleón había decidido los destinos españoles. Francia y Rusia firmaron el Tratado de Tilsirt, en cuyas cláusulas secretas se acordaba la desmembración del imperio otomano, quedando para Moscú su parte europea, mientras que Napoleón se adjudicaba España y Portugal.

Napoleón también tenía clara la forma de adjudicarse España. Cuando Fouché le advierte de que España podría no ser un objetivo fácil, estalló: “¿De qué estáis hablando? En España toda persona de juicio desprecia al gobierno, el príncipe de la Paz [Godoy] es un sinvergüenza que me abrirá personalmente las puertas de España”.

Godoy ya había encadenado el país a Francia mediante los tratados de San Ildefonso. España paga un canon al ejército francés, 15.000 soldados españoles son enviados a combatir a Dinamarca bajo pabellón galo, y la armada de Carlos IV se pone a disposición de los planes napoleónicos.

Napoleón se puso en contacto con el representante personal de Godoy en París para redactar el tratado de Fointanebleau, mediante el cual se permitía el paso del ejército galo hacia Portugal, que era dividido en tres partes (el norte es entregaba a los reyes de Etruria –invadido por Francia-, el centro quedaba militarmente ocupado hasta el fin de la guerra y posteriormente se dispondría según las circunstancias, y el sur se entregaba a Godoy).

Pero Napoleón desempolvará también los viejos proyectos disgregadores ya esgrimidos por Francia contra España en 1640. Cuando las autoridades españolas ordenan volver a las tropas que estaban en Portugal, Napoleón, en un largo escrito, anunció que dejaba de sentirse comprometido por el tratado de Fointenebleu, y que si bien ahora se prometía a España la totalidad de Portugal, la concesión estaba sujeta a la cesión de todos los territorios comprendidos entre el Ebro y los Pirineos y la firma con Francia de una alianza permanente e ilimitada.

Pero el uso y disfrute del territorio español por parte de París no terminaba aquí. Desde 1807, Napoleón tiene diseñada una España menguante –incorporando a Francia a Cataluña, Euskadi, Navarra, La Rioja, la mitad de Aragón y de Cantabria, y fraccionando el resto en tres virreinatos militares.

Estos proyectos asoman en 1810, donde cuatro decretos imperiales imponen que Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya sean administradas por gobernadores militares, dependientes directamente de París, que desconocen la autoridad de Madrid y aplican la integridad de sus rentas al ejército napoleónico ocupante. Junto a una división para el resto de España que prefigura lo que serían los futuros virreinatos independientes. Un abierto proyecto de desmembración que incluso provoca las inútiles protestas de José I (Pepe Botella).

Cuando el Mariscal Argereau se hizo cargo de la Capitanía General francesa, recibió instrucciones directas de Napoleón de “actuar con la idea de que quiero unir esta provincia a Francia”.

En los hechos –aunque formalmente no se menciona la palabra “anexión” en ningún decreto- Cataluña es incorporada a Francia. Altos funcionarios franceses (intendentes, prefectos, subprefectos y directores de servicios), surgidos todos ellos del Consejo de Estado napoleónico, acapararon todos los puestos civiles de la Administración catalana, comunicándose en todo con los ministros del Gobierno de París.

Las clases dirigentes se inclinan ante el invasor, entregando el país a un futuro de vasallaje y desmembración, a cambio de alcanzar un lugar en el nuevo orden imperial. Serán las clases populares quienes, ante la defección del Estado, se rebelarán para defender la unidad y la independencia de España, resistiendo durante años y acabando por derrotar al poder imperial napoleónico.

Particularmente en Cataluña –codiciada por Napoleón como la joya que anexionar en primer lugar- esa resistencia popular fue particularmente feroz. Además de los episodios más conocidos como el tambor del Bruch o los sitios de Gerona, las cartas interceptadas al príncipe de Nefchatel, mariscal del ejército imperial, aseguran a José I (“Pepe Botella”) que Cataluña es “la única parte de España que se ha sublevado con tanto encarnizamiento” y que “en ninguna otra provincia de España ocurren cosas de manera alguna semejantes”. Desde los comienzos de la invasión napoleónica a las tropas francesas se las conocerá popularmente como “els porchs” (cerdos en catalán).

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