Francisco da un giro de 180 grados a la Iglesia

Las divisiones del Papa

Se cuenta que en la Conferencia de Yalta, ante la insistencia de Churchill para que la católica Polonia permaneciera bajo influencia occidental, la contestación de Stalin fue tajante: «¿dónde están las divisiones del Papa?» A comienzos de los 80, el Vaticano de Juan Pablo II dio cumplida respuesta a la pregunta, poniendo en juego a la poderosa iglesia polaca para amparar y alentar las movilizaciones que marcarí­an el inicio del fin del imperio soviético. En la actualidad, la elección del Papa Francisco y el giro de 180 grados que está dando a la orientación polí­tica -e incluso, en ciertos aspectos, ideológica- a la Iglesia parece obedecer a una lógica similar a la utilizada por Stalin en 1945. ¿Dónde están hoy las divisiones del Papa? ¿Qué debe hacer, por tanto, para encuadrar y concentrar a unas fuerzas todaví­a numerosas, pero en clara disminución?

Inspiración celestial, poder terrenalA la influencia espiritual que posee sobre sus fieles -amplia, sin duda, pero que apenas alcanza a una minoría del 17% de la humanidad-, la Iglesia ha sabido sumar un enorme poder político, desde que hace 1.635 años el emperador Teodosio la declaró religión oficial del Imperio Romano.

Siglos y siglos de intervención e influencia sobre los asuntos terrenales han creado la paradoja de que el Estado más pequeño del mundo -con una extensión de 0,44 kilómetros cuadrados y 921 habitantes- sea uno de los principales centros de poder mundiales.

«Una adaptación de la Iglesia que necesariamente tenía que transformarse en un discurso nuevo, rompedor, casi revolucionario»

Como tal, no sólo sus redes de influencia política y diplomática se despliegan por casi todo el mundo, sino que al mismo tiempo el Vaticano interviene de forma tan importante como a menudo silenciosa en los juegos de poder internacional. Su papel de primer orden en el derrumbe del imperialismo soviético o en el reciente inicio de relaciones entre EEUU y Cuba son buen ejemplo de ello.

Con la elección de Francisco como Papa -tras la renuncia “voluntaria” de su antecesor Ratzinger- la nomenklatura eclesiástica ha optado por emprender un nuevo rumbo, caracterizado por dos factores decisivos: su origen latinoamericano y su discurso social.

Que el cónclave cardenalicio eligiera a un Papa argentino no fue algo precisamente casual. Iberoamérica es, con diferencia, la región del mundo con mayor número de católicos: prácticamente la mitad de sus fieles. Allí es donde el Papado no sólo tiene concentrado el grueso de sus divisiones, sino la región que, dada su juventud y proyección demográfica, promete convertirse en cada vez más hegemónica dentro de la iglesia, a pesar incluso de la expansión de las sectas protestantes en Centroamérica y Brasil. Escuchar, atender, cuidar y compactar a sus fuerzas más vigorosas se había convertido ya en una cuestión vital para la Iglesia.

Pero hacerlo, a su vez, exigía también un giro sustancial a la línea política seguida hasta ahora. No es lo mismo gobernar teniendo puestos tus ojos en la vieja, opulenta y decadente Europa, como hasta ahora, que tener que hacerlo para un continente joven, repleto de pobreza y desigualdades pero emergente, en expansión y que se encamina decididamente a ocupar un nuevo papel en un orden mundial en transición.

Aggiornamiento necesarioY es que, efectivamente, el signo de los tiempos que el Vaticano -con ese refinado instinto de supervivencia acumulado a lo largo de siglos- ha sabido leer a la perfección es el declive de la hegemonía imperial yanqui y la nueva situación política mundial que se está abriendo paso con la aparición de las potencias emergentes y el veloz ascenso de los países en vías de desarrollo.

Un nuevo mundo que se abre paso y para el que la Iglesia necesita un nuevo “aggiornamiento” -es decir una adaptación de los principios católicos a la realidad actual- tras el producido hace más de 50 años con el Concilio Vaticano II, puesto en marcha por Juan XXIII y concluido por Pablo VI.

Una adaptación -que además concuerda plenamente con la posición social de la mayor parte de sus fieles en Iberoamérica o la Europa periférica- que necesariamente tenía que transformarse en un discurso nuevo, rompedor, casi revolucionario.

Un discurso, como el de la última encíclica, presentada la pasada semana, donde se habla de “una libertad económica que en realidad solo beneficia a los poderosos”; que denuncia “la salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población”, para reafirmar “un dominio absoluto de las finanzas que solo podrá generar nuevas crisis”. Y que clama por la destrucción del medio ambiente o la falta de protección de los débiles mientras “unos se desesperan sólo por el rédito económico y otros se obsesionan sólo por conservar o acrecentar el poder”, con el resultado de “guerras y acuerdos espurios”.

Nuevo lenguaje para nuevos tiempos. La sabiduría vaticana ha olido por donde vienen los nuevos vientos y se dispone a adaptarse para seguir jugando un papel de primer orden otros 2.000 años.

Cebolla y mermelada vaticanaComo es de esperar en una institución tan milenaria, que haya un cambio de rumbo ideológico y político en el Vaticano no quiere decir, ni mucho menos, que renuncie a jugar otras cartas, a estar presente y dejar sentir su influencia también en procesos y terrenos que, aparentemente, contradicen la línea general marcada por el Papa Francisco.

«Como ocurre con la banca, sea cual sea el resultado final, la Iglesia siempre gana»

Ya lo advirtió en el siglo XVII Quevedo al decir de ella que podía actuar como “cebolla en Valladolid y en Granada mermelada”. Es decir, ser al mismo tiempo dura y áspera hasta hacer llorar en un lugar y suave y dulce en otro. Algo que volveríamos a comprobar en el siglo XIX, cuando mientras la jerarquía eclesiástica daba su apoyo a los tímidos pasos de liberalización de los ministros de Isabel II, al mismo tiempo encabezaba los reaccionarios levantamientos carlistas, con sus curas trabucaires al grito de “¡Viva la Santa Inquisición!” O, más recientemente, durante la Transición, donde el cardenal Tarancón empujaba abiertamente al cambio democrático mientras el obispo de Cuenca, Monseñor Iniesta, lanzaba incendiarios sermones desde su púlpito defendiendo la continuidad del franquismo. No poner nunca todos los huevos en una misma cesta ha sido, desde tiempos inmemoriales, una táctica vaticana de máximo valor.

Lo estamos viendo en la actualidad en el proceso soberanista de Cataluña. Hace poco más un año, Francisco I concedía una entrevista a La Vanguardia, donde se posicionaba clara y abiertamente por la defensa de la unidad de España. Y sin embargo, la máxima jerarquía eclesiástica catalana permitía a dos monjas, Teresa Forcades y Sor Lucía Caram, convertirse en dos de las mayores propagandistas de la independencia de Cataluña.

La una poniéndose a la cabeza de una organización como Procés Constituent que defiende como objetivo la creación inmediata, en el plazo de dos años, de una República catalana. La otra apareciendo permanente en las tertulias de debate político de máxima audiencia en la televisión, para defender -bajo el paraguas de un discurso evangélico de defensa de los pobres frente a las injusticias de los ricos- el proceso soberanista de Artur Mas como alternativa a los recortes de Rajoy.

Jugando a todos los palos, la Iglesia se asegura así, sea cual sea el resultado final, mantener su presencia e influencia. Si el soberanismo se desinfla, podrá presentar como tarjeta de visita la entrevista del Papa a La Vanguardia o la incesante diatriba antinacionalista de la cadena de radio de los obispos. Pero, si por el contrario, el soberanismo crece y va a más, siempre podrá poner en valor -”yo estuve con vosotros en los momentos más difíciles y decisivos”- su destacado papel tanto en la izquierda como en la derecha independentista, reclamando su parte de influencia. Como ocurre con la banca, sea cual sea el resultado final, la Iglesia siempre gana.

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