FRANCIS FORD COPPOLA

Filmar la verdad

El pasado 23 de octubre un gigante del cine recogí­a en Oviedo el mayor galardón que se otorga en España a una carrera artí­stica destacada: el premio Princesa de Asturias. Pero si en las actas de la concesión del galardón y en los comentarios de la prensa española se destaca esencialmente la contribución del gran cineasta americano a la historia del cine, avalada por su impresionante galerí­a de tí­tulos indiscutibles (que le valieron nada más y nada menos que seis Oscars), es muy importante evitar en relación a una figura como Coppola que «los árboles nos impidan ver el bosque», y que los aspectos secundarios (por relevantes que sean) acaben ocultando la que ha sido la contribución esencial del cineasta de Detroit a la cultura de nuestro tiempo. Y esa contribución esencial está quintaesenciada en dos pelí­culas: «El Padrino» ( en sus tres partes) y «Apocalypse now», dos radiogradí­as valientes y excepcionales de la naturaleza interior y exterior de EEUU, de la superpotencia que rige los destinos del mundo desde 1945 hasta nuestros dí­as.

El Padrino o la tragedia de América

El Padrino” no es una simple película sobre la mafia. Los Corleone son el espejo invertido que Coppola utiliza para hablar de lo innombrable, para dibujar, sin apenas mencionarlas, las entrañas del monstruo: la gran burguesía norteamericana. Si nos acercamos a “El Padrino” como a una película que retrata magistralmente los códigos de una familia mafiosa, no entenderemos lo esencial. Es mejor hacer caso a su director, Francis Ford Coppola, cuando revela que el tema de “El Padrino” no es otro que “la tragedia de América”. ¿Pero cuál es esa “tragedia”?

Coppola fue mucho más explícito en una entrevista concedida en 1980: “Tanto la mafia como EEUU se consideran básicamente organizaciones benéficas. Ambos tienen las manos manchadas de sangre por lo que tienen que hacer para proteger su poder y sus intereses. Ambos son fenómenos totalmente capitalistas y tienen como único motivo el beneficio económico. Pero Estados Unidos malgasta a su gente y hace cambalaches con ella. Miramos a nuestro país como nuestro protector, y está embaucándonos, mintiéndonos”.

Coloquémonos en el día del estreno de “El Padrino”, el 19 de marzo de 1972. Ya no estamos en los felices años cincuenta. EEUU está sufriendo una severa derrota en Vietnam. Para los sectores más conscientes, que se han movilizado contra la guerra, el “sueño américano” ha quedado pulverizado. Hasta lo más sagrado se tambalea. Un presidente, JFK, ha sido asesinado por convertirse en un obstáculo para los proyectos del complejo militar-industrial. Y otro, Richard Nixon, ha sido sacrificado políticamente –el escándalo Watergate estalló quince días antes del estreno de “El Padrino”-, ofreciendo a los ojos del mundo la imagen de que la Casa Blanca está ocupada por mentiroso compulsivo, hundiendo en un descrédito absoluto lo que hasta entonces había sido poco menos que una figura totémica para todos los norteamericanos.

No es casualidad que “El Padrino” empiece justamente por aquí. Las primeras palabras de la película: “Creo en América. Mi hija ha recibido una educación americana”, son paradójicamente pronunciadas por Amerigo Bonassera –literalmente “Adiós América”-, un funerario que quiere comprar al Padrino la venganza después de que los violadores de su hija hayan sido vergonzosamente absueltos por la justicia. Vito Corleone le reprocha su “ingratitud”, y su ingenuidad: “Tu no querías mezclarte con nosotros. Tú pensabas que la ley y la policía te protegían. Y ahora vienes a pedirme que mate por dinero… y ni siquiera me has llamado Padrino”.

«Coppola utiliza la mafia porque le permite contar la verdad de la forma más franca, abierta e implacable.»

Todas las cartas están encima de la mesa desde la primera escena. La fría desnudez de la auténtica naturaleza de la ley, la justicia o la policía –“me pides que mate por dinero”-. La quiebra definitiva de un “sueño” que la gente pensaba iba a ser la protección eterna para su ascenso social. Coppola se fija en la mafia porque le permite contar la verdad abiertamente. Ellos son asesinos, y lo reconocen.

El velo que ocultaba a los ojos de muchos la verdadera naturaleza del capitalismo norteamericano, de la dominación mundial de los EEUU, ha sido descorrido. Ahora podemos empezar a conocer la verdad. El implacable tic-tac del beneficio.

Entre las familias mafiosas no funcionan los mensajes hipócritas, la doblez con que las respetables clases dominantes esconden sus crímenes. Ellos son asesinos, y lo reconocen abiertamente. Es su negocio, e intentan hacerlo lo mejor posible. Tal y como plantean los jefes mafiosos en el momento de sellar la paz tras una orgía de sangre: “No es necesario que nos demos garantías. Somos hombres de palabra. Al fin y al cabo no somos abogados”. Y este es el “leiv motiv” que se repite una y otra vez en El Padrino: “No es una cuestión personal. Son solo negocios”.

Cada asesinato, cada crimen, cada vida segada, está justificado. No por bellas palabras. Simplemente porque era necesario para el negocio. Al fin y al cabo… ¿en qué pensaban ustedes que consistían los negocios?

Cuando Vito Corleone pide que del asesinato de los violadores de la hija de Bonassera, “se encargue gente de confianza. Que no se ensañen. No somos asesinos”.

Cuando el capo mafioso rival que acaba de atentar contra el Padrino pide una tregua bajo el argumento de que “no me gusta la violencia. La sangre sale muy cara”.

Cuando Vito Corleone y Bruno Tatagila se abrazan tras haber asesinado cada uno de ellos al hijo de su rival. Firman la paz y renuncian a cualquier tipo de venganza porque así lo exigen los negocios. Primero las muertes, y luego la reconciliación.

Cuando Michael asume su papel, y se encarga de matar a los que intentaron matar a su padre, repite otra vez: “no es nada personal. Son sólo negocios”.

Toda una radiografía del capitalismo, todo un manifiesto sobre la auténtica naturaleza de esa superpotencia que, en palabras de Coppola, “tiene las manos manchadas de sangre para proteger su poder”, se nos ofrece a través de la implacable repetición: “no es nada personal, son solo negocios». Así es el capitalismo. Y así nos lo cuenta Coppola.

Así hasta llegar a la prodigiosa escena final. Toda una orgia de sangre y muerte concatenada con la solemne imagen de un bautizo donde Michael, el cerebro de la carnicería, ejerce de padrino bendecido por la Iglesia. Cuanto más respetable es la fachada, más tenebrosos son los sótanos.

Coppola suele contar que el argumento de “El Padrino” le recordaba a una tragedia de Shakespeare, concretamente a “El rey Lear”. Y, realmente, ambas obras comparten, más allá de las semejanzas argumentales, la misma sustancia. El trasfondo recurrente de las tragedias de Shakespeare nos remite a esa Lady Macbeth entronizada como reina gracias a un crimen, y finalmente enloquecida tratando de limpiar inútilmente de sus manos el “profundo carmesí” de la sangre del asesinato primigenio.

“El Padrino” es Shakespeare en Wall Street, en la Casa Blanca, en cada uno de los rincones donde descansa el poder de la superpotencia. Allí donde se disfruta el poder “manchado de sangre”, como el mismo Coppola reconoce, que impone su dominio al conjunto del planeta.

La obra de Coppola tiene un aliento trágico que se levanta sobre los mismos personajes. La transformación personal de Michael Corleone es el retorcido recorrido que impone el poder. En las escenas iniciales es presentado con los vivos colores de su casaca de héroe de guerra, renegando del “crimen ilegal” que su familia comete diariamente. Pero más tarde no puede escapar de las implacables leyes que le empujan, tras un bautismo de fuego –siempre el ascenso al poder certificado con un crimen- a convertirse en el nuevo padrino. El Michael de las escenas finales ha sufrido incluso una conversión física. Ahora se rodea de colores oscuros, su gesto se ha vuelto severo, sus palabras cortantes.

«Coppola suele contar que el argumento de “El Padrino” le recordaba a una tragedia de Shakespeare, concretamente a “El rey Lear”.»

Pero el corazón de la tragedia, el auténtico corazón de las tinieblas, no está en aquella familia mafiosa cuyos miembros son capaces de asesinar en el mismo viaje en que recogen los canneloni encargados por su mujer. Muchos críticos y analistas especulan sobre las razones de que nos sintamos irremediablemente identificados con aquella familia de asesinos mafiosos que nunca disfrazan su carácter criminal. La razón es muy sencilla. Lo que hay “por arriba”, y que se reviste con la civilizada fachada de la respetabilidad, nos repugna muchísimo más.

Vito Corleone tiene conciencia de habitar los márgenes del poder. No se siente un ser omnipotente. Renuncia a entrar en el negocio de las drogas porque ese es un negocio que podría incomodar a los mismos que les permiten enriquecerse con el juego. Y tiene una sola aspiración: que su familia pueda visitar algún día esos salones donde se reúne la gente verdaderamente importante.

Vito Corleone sabe que muchos capos mafiosos presumen de su poder, pero que quienes son “realmente poderosos” son otros. Y esos, la clase dominante norteamericana, son los que aparecen magistralmente dibujados en “El Padrino” sin necesidad siquiera de referirse demasiado a ellos. Cada vez que aparece, aunque sea tangencialmente, alguien que encarna a alguna de las “instituciones respetables”, se retrata en su solo trazo su carácter.

El Nueva York de “El Padrino” enlaza con la Poisonville –la ciudad del veneno- de Dashiel Hammett en “Cosecha roja”. Como allí, los policías, senadores o periodistas “están en nómina”. No es que sean “individuos corruptos” –tranquilizadora explicación- es que esta es su naturaleza, ser los instrumentos a través de los cuales se ejerce el poder.

Cuando, en la tercera parte, la familia Corleone consiga por fin incrustrarse en ese auténtico círculo de poder, arrastrada en la vorágine del Banco Ambrosiano y la Logia P2, tentáculos de la Red Gladio con que EEUU recondujo brutalmente el rumbo de Italia, será triturada y devorada por el auténtico corazón de las tinieblas.

Definitivamente, “El Padrino” no es una película sobre la mafia. Trata de asuntos que nos atañen mucho más, y que siguen hoy decidiendo nuestras vidas. Trata de una tragedia que nos afecta a todos los que vivimmos bajo la bota de esa clase.

Y lo hace ofreciéndonos una enorme lección de cine. No hay nada accesorio en este film, nada es ni formal ni prescindible. Todos y cada uno de los elementos de la película se transforman en un elemento narrativo clave. Todo, hasta el más mínimo detalle, nos cuenta algo, nos muestra cosas que esperan ser descubiertas. Hasta conseguir eso tan difícil e inaprensible como crear toda una atmósfera que envuelve cada fotograma, y que casi podemos tocar, oler, sentir, transformando “El Padrino” en una película hipnótica, que no solo quiere convencernos sino subyugarnos. A lo que contribuyen también unos actores en estado de gracia. La presencia siempre apabullante de Marlon Brando, inundando la pantalla y dando a Vito Corleone una dimensión de patriarca casi totémico. O la contenida y sutil interpretación de Al Pacino, que sabe encarnar un personaje que se transforma, también personalmente, en su viaje hacia las entrañas del poder. Pero la película no podría funcionar sin la excepcional música de Nino Rota, tan poética como inquietante, que no podemos dejar de escuchar aunque sepamos que al final del camino vamos a encontrar un cadáver.

Apocalypse Now: la locura imperialista

Si «El Padrino» contaba la verdad sobre el ejercicio criminal del poder en EEUU, con «Apocalypse Now» Coppola iba a desnudar la barbarie de la aventura imperial norteamericana, utilizando esta vez, no a Shakespeare, sino al Conrad de «El corazón de las tinieblas».

El 10 de mayo de 1979 se estrenaba en el Festival de Cannes el film «Apocalypse Now», la obra maestra de Coppola, que elabora una profunda reflexión filosófica sobre las cenizas de la derrota americana en Vietnam. Después de un rodaje dantesco con múltiples catástrofes, dónde hasta el actor principal, Martin Sheen, sufrió la malaria y un infarto, la película conquistaba la Palma de Oro del festival. Trasladar la novela de Joseph Conrad, desde el África colonial a la guerra que empantanó al Ejército estadounidense entre 1958 y 1973, había implicado un rodaje de 16 meses, un presupuesto de 30 millones de dólares de la época y dos años en la sala de montaje. El resultado fue un retrato desgarrador de la miseria moral que suponía la convivencia con el horror y la masacre imperialista.

«El ejército entrena a los jóvenes para matar a otros jóvenes, pero sus comandantes no dejan que los muchachos escriban prostituta en sus aviones, ¿sabes por qué? ¡Porque es obsceno!», arengaba Kurtz desde su reducto de fanatismo selvático. John Milius convirtió el guión adaptado en una visión sofocante de la guerra en la que los soldados luchaban bajo los efectos de las drogas, en un país del que nunca habían oído hablar, abanderados bajo una moral e ideología como mínimo dudosas y ejerciendo una violencia criminal.

El protagonista es un oficial que ha perdido por completo su humanidad, a base de convivir con la barbarie como si fuera tu vecina de al lado; su mirada inexpresiva sirve como marco de la constante reflexión que el protagonista interioriza mientras recorre el país asiático, para hacer de perro de caza de sus misteriosos superiores, en una misión clandestina. Pero eso no es nada cuando se encuentra con la locura mesiánica del coronel Kurtz, magistralmente interpretado por Marlon Brando, que juega a ser Dios para construir un nuevo mundo desde las cenizas de su autodestrucción.

«Con «Apocalypse Now» Coppola iba a desnudar la barbarie de la aventura imperial norteamericana, utilizando al Conrad de «El corazón de las tinieblas».»

Con 40 kilogramos de más y sin haberse leído ni la novela ni el guión, Brando volvió a fagocitar una gran película con una aparición episódica. Y forzó a Vittorio Storaro a diseñar un juego de iluminación sumamente hermoso -merecedor del Oscar- para no mostrar sus verdaderas dimensiones. La visión que Martin Sheen tiene del coronel al que debe asesinar se transforma constantemente a lo largo de la narración; conforme se van acercando a él, su esencia se va transformando. Su traición empieza a perfilarse como un acto heroico. Su planteamiento desquiciado, como la visión más descarnada de la realidad.

La espléndida película supuso un golpe más en la herida moral norteamericana y en las justificaciones de su barbarie. Sin embargo también fue un ejercicio sublime de saber hacer cinematográfico de todo el equipo, y nos dejó secuencias tan memorables como La que describe con lúdica crueldad el sadismo que provoca la guerra bajo la frase de «Me gusta el olor del napalm por la mañana» -que justificó la nominación al Oscar de Robert Duvall- y el épico vuelo del escuadrón de helicópteros orquestado por “La cabalgata de las Walkirias”, de Wagner. Además, quien tenga la ocasión de ver la versión “redux” que montó posteriormente Coppola, podrá contemplar también la brillante escena del revelador encuentro entre el protagonista y el reducto colono de la burguesía francesa.

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