Recordad el Maine

EEUU es un paí­s esquizofrénico; un paí­s escindido entre una Democracia interna y un Imperio exterior que se sostienen sobre bases irreconciliables.

Para poder extenderse, el Imperio necesita empujar a la Democracia hacia sus aventuras expansionistas arrastrándola en contra de su voluntad. Esta disociación, esta doble naturaleza de Imperio expansivo y Democracia interna está en la propia génesis de EEUU como nación y recorre toda su historia. En 1845, y al grito de “Recordad El Álamo””, el ejército norteamericano declara la guerra a Méjico. Hoy sabemos que la supuesta heroica gesta de El Álamo, donde un puñado de norteamericanos habrían resistido hasta el límite para ser finalmente degollados por los mejicanos, nunca existió. Pero su invención fue la excusa para arrebatarle a Méjico cerca de un 50% de su territorio. En 1898, la falsa acusación contra España de haber provocado la voladura del acorazado El Maine fue el pretexto para declararnos la guerra y anexionarse Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, otra vez a costa del mundo hispano. Descartada la intervención española por la comisión que lo investigó, es más que presumible que fueran ellos mismos quienes provocaron el hundimiento causando la muerte de 300 de sus marinos. Una gigantesca campaña de prensa bajo la consigna de “Recordar el Maine” permitió movilizar a los sectores de la clase política y de la opinión pública inicialmente contrarios a la guerra hacia su aprobación. “Usted envíeme las imágenes que yo le mandaré la guerra”” había dicho unos meses antes el magnate de los medios de comunicación Hearst a su corresponsal en La Habana. Todavía existen serias dudas sobre el acontecimiento que provocó la entrada en la I Guerra Mundial de EEUU: el ataque de los submarinos alemanes contra el Lusitania, un trasatlántico norteamericano. De lo que no existe ninguna, porque así lo confirma la correspondencia entre Churchill y Roosevelt, es que la inteligencia norteamericana y el alto mando conocían de antemano el ataque japonés sobre Pearl Harbour. Dejaron que se consumara, sacrificando la vida de 2.500 de sus soldados, a fin de tener el argumento que precisaban para entrar en la II Guerra Mundial. “Cada día que pasa siento un mayor temor del poder que ha alcanzado el complejo militar industrial”, la frase pronunciada por el presidente Eisenhower es la clave para comprender uno de los episodios no aclarados de la reciente historia norteamericana; el asesinato de Kennedy (JFK). Inicialmente presentado como una intervención cubana, el magnicidio ha sido objeto de sospechas más que fundadas que apuntan a la CIA y los sectores más duros del Pentágono; su objetivo, eliminar el obstáculo de un presidente demócrata reticente a las aventuras expansionistas imperiales y sustituirlo por Jonhson, bajo cuyo mandato y con la excusa de otro incidente inventado en el golfo de Tonkin, se inició la escalada bélica en Vietnam. También Iberoamérica conoce en sus entrañas la infinidad de provocaciones y auto-agresiones organizadas por la CIA para justificar la intervención de los marines o de sus gorilas golpistas formados en la Escuela de las Américas. La historia de la expansión del poder imperial norteamericano está plagada de auto-ataques. En unos casos organizados por ellos mismos, en otros induciéndolos, en otros consintiéndolos. De cualquier forma, cada uno de estos ataques, cada una de estas provocaciones, estaba hecha para que el Imperio mandara sobre la Democracia, para arrastrarla y someterla a la utilización de la fuerza necesaria para expandirlo. En la actualidad este problema se ha visto agudizado hasta el límite con la elección de Bush: un presidente colocado con fórceps y cuya elección ha puesto en cuestión la democracia interna, rebajándola al nivel de una república bananera, como la propia prensa norteamericana calificó lo sucedido en Florida. Tenía que haber proyectos y propuestas muy poderosas para desprestigiar de esta forma el sistema democrático norteamericano ante el mundo entero y ante los ojos de su propio pueblo. Algunas de estas propuestas ya las conocemos: escudo antimisiles, negativa a firmar el protocolo de Kioto, ruptura de los tratados internacionales, abandono de la conferencia contra el racismo… Otras están todavía por ver. Bush es un presidente alumbrado mediante un golpe contra el régimen democrático que ha propiciado una sistemática voladura de todos los tratados internacionales. Y lo hace a una velocidad inaudita. Pero los sectores más duros del complejo militar industrial han de enfrentarse a dos problemas combinados para llevar adelante sus proyectos Por un lado, cada uno de los movimientos de Bush en sus escasos 9 meses de presidencia revela una determinación implacable para desmontar el modelo de hegemonía consensuada elaborado por Clinton. El proyecto anterior estaba avalado por los sectores de la burguesía monopolista norteamericana más dinámicos y competitivos en el plano económico, aquellos que buscan crear una suerte de gobierno mundial consensuado entre EEUU y sus rivales, un equilibrio estable en el que EEUU como primera potencia ejercería el papel central de árbitro político, una hegemonía indiscutible pero consensuada. Por el contrario, Bush ha dejado claro que busca establecer una distancia sideral con el resto de potencias, distancia en todos los terrenos pero sobre todo en el militar, que asegure el disciplinado acatamiento de los demás a una hegemonía impuesta sin necesidad de consensos ni engorrosas negociaciones. Un proyecto que no es posible llevar adelante por las buenas, sino hacerlo sin piedad y a costa de lo que sea. Y para el que necesitan, imperiosamente, romper con lo que saben que es una de sus mayores debilidades: un pueblo que no está dispuesto a seguir al imperio en sus aventuras militares. Y este es el segundo problema al que se enfrentan. Como reconocen los propios estrategas y analistas norteamericanos, el ejercicio de un poder imperial sostenido es incompatible con el “hedonismo personal” y el “escapismo social” dominantes en la sociedad norteamericana. Como afirma el ex consejero de seguridad nacional de Carter, Z. Brzezinski, entre el pueblo norteamericano existe “un fuerte rechazo contra todo uso selectivo de la fuerza que suponga bajas, incluso a niveles mínimos”. Como consecuencia, es “cada vez mayor la dificultad para movilizar el necesario consenso político a favor de un liderazgo sostenido, y a veces también costoso, de los EEUU en el exterior”. Movilizar ese consenso necesario para anular la iniciativa del otro sector de la burguesía monopolista yanqui y arrastrar al pueblo tras las necesidades militares del Imperio, esto es lo que está en el origen de todos los auto-ataques, en cualquiera de sus formas. Cualquier acontecimiento en los EEUU es necesario leerlo desde esta tradicional lucha entre Imperio y Democracia, desde esta doble naturaleza que divide la sociedad norteamericana, el seno mismo de su clase dominante, sus instituciones y su pueblo. Auto-ataques provocados, ataques inducidos, provocaciones consentidas. Ocurrió con El Álamo, ocurrió con el Maine, ocurrió en Pearl Harbour, ocurrió en Tonkin… Quien ha padecido ahora es el pueblo de Nueva York, pero no hay que olvidar quién impone esta tradición histórica: al Imperio, cada vez más, le estorba la Democracia. Es muy posible que la cadena de horrendos ataques haya sido obra de los talibanes, pero esto no altera la sustancia del problema. También en Pearl Harbour el ataque fue obra de los japoneses. ¿Es creíble pensar que los talibanes, creados, financiados, armados y formados por la CIA para combatir la invasión soviética de Afganistán, no estén infiltrados de algún modo por ellos? ¿Nos quieren hacer creer que el FBI o la CIA no sabían nada de esto? No podemos decir en qué consiste la trama, no disponemos de las fuentes de información necesarias. Pero si ellos hicieron la guerra bajo la consigna de “Recordar el Maine”, ahora Sí; ahora todos los pueblos del mundo tenemos que recordar El Maine, recordar Pearl Harbour, recordar el asesinato de Kennedy… Porque no tendremos los datos, pero sí la memoria.

Publicado el 14 de septiembre de 2001 en la edición impresa de De Verdad

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