SELECCIÓN DE PRENSA NACIONAL

Electores insurrectos

Dos líneas de fuerza convergen para mantener al euro en estado de tensión existencial. La primera, la amenaza de recesión. La segunda, la crisis política y social en gran parte de la zona y la creciente divergencia entre el norte y el sur. A enfrentar la primera amenaza económica, evitar la recaída, se está dedicando Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo (BCE), con tesón creciente a la vista de los magros resultados obtenidos hasta el presente con las primeras medidas aplicadas. Hace más de dos años consiguió tranquilizar a los mercados cuando estos pensaban que el euro se iba por el garete. Ahora, debe convencer a los ciudadanos de que el euro es bueno para ellos. No hace falta decir que si el italiano falla en su empresa, las consecuencias para un euro ya muy cuestionado en la calle, y ante cuyo altar se presentan sacrificios sin fin desde hace más de un lustro, serán devastadoras.

La segunda, la política, es la más compleja. La élite económica española hace ya tiempo que ha dictaminado que esa es a su entender la principal amenaza para la recuperación. Tal fue, por citar un ejemplo destacado, uno de los últimos mensajes del fallecido Emilio Botín, presidente del Santander, muy preocupado por el desgaste del bipartidismo del sistema político creado en la transición y la emergencia de fuerzas radicalmente críticas con el establishment, como Podemos.

Pese a albergar tales inquietudes, esa misma élite reitera siempre que puede su idea de que la mejora de la economía sigue pasando por aplicar más planes de ajustes y recortes del gasto público. Es una manera muy enrevesada de devolver la credibilidad perdida a un sistema que la población asocia a un reparto desigual de cargas y sufrimientos.

La erosión de la credibilidad institucional es el resultado de una larga crisis económica, probablemente la más dilatada desde la Gran Depresión de los años treinta, combinada con el deplorable comportamiento de una parte de la clase política y de la económica.

Siendo este fenómeno especialmente grave en el caso español, también debe decirse que no se trata ni mucho menos de un caso diferencial o singular. En este asunto Spain is not different, tal vez sí más venal.

Con características propias, la crisis política se ha instalado en prácticamente todo el sur de la eurozona, Italia, Grecia, España, pendientes de la evolución en la vecina Portugal, sacudida ayer mismo por la detención del ex primer ministro socialista José Sócrates, acusado de corrupción y blanqueo de capitales, manifiesta en la compra de una lujosa residencia en París.

El virus aqueja asimismo a parte del núcleo central de la moneda única, es el caso de Francia, donde el Frente Nacional de Marine Le Pen cabalga firma hacia la primera posición electoral en un contexto de desprestigio sin precedentes de la presidencia de François Hollande. En el norte de la eurozona la otra cara la representa la fuerza creciente de partidos que ven a los socios del sur como impenitentes gorrones.

Hace pocos días el analista Wolfgang Münchau escribía en el Financial Times: “Como ocurre muy a menudo en la vida, la verdadera amenaza puede no venir de donde se espera, los mercados de deuda. Los principales protagonistas hoy no son los inversores internacionales, sino los electores insurrectos más inclinados a votar a una nueva generación de líderes y más inclinados a apoyar movimientos de independencia regional”.

¿Se han vuelto locos esos electores, convertidos ahora en insurrectos? ¿Han dado un salto político histórico las clases medias de una gran parte del Viejo Continente? Probablemente son ciudadanos acosados por la crisis o temerosos de verse arrollados por ella. Y que no acaban de ver el final del túnel después de tan largo periodo de sufrimiento, degradación de sus condiciones de vida y pérdida de expectativas de mejora para ellos y sus hijos.Por eso no es casual que el punto en común de la mayoría de los movimientos radicales que están logrando más visibilidad en el sur de Europa sea la propuesta, más o menos explícita, de marcar distancias con la moneda única, cuando no la salida explícita.

Es legítimo ver la actual situación como una nueva manifestación de la ya larga crisis del euro. Primero fue en forma de burbujas financieras en los países menos competitivos, aunque pocos fueron los que la percibieron; después en los dramáticos episodios relacionados con la deuda pública de esas mismas economías. Ahora es la ruidosa protesta política de amplios sectores de sus clases medias.

La estrafalaria elección de uno de los arquitectos del escaqueo fiscal a gran escala, el ex primer ministro luxemburgués Jean-Claude Juncker, como presidente de la Comisión Europea supone avanzar más por el sendero equivocado. Es un nuevo ejemplo del comportamiento soberbio y autojustificativo de las élites, en este caso europeas, ajenas a las preocupaciones de sus ciudadanos más preocupados.

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